Dulce, casi amorosa,
delicada acuarelista de lo ambiguo,
cae,
mansa,
la lluvia
empapando la tarde toda,
esbozando apenas
ese verso silente donde minian los sueños
su
destino.
Disculpa que mi soledad
no llegara jamás
a entender
la tuya.
Ni antigua ni moderna, perpetua,
sempiterna,
abalconada al agua, a su hoy y a su pasado,
Venecia se adora a sí misma
lenta, pausada, ceremoniosamente,
preciada más que de su propia belleza,
– masoquista narcisa hasta el extremo –
de su orgullosa y soberbia decadencia,
anciana descocada y casquivana,
experta,
sabia,
avezada,
impenitente
cortesana.
y
mañana
– bendita santa inconsciencia –
intentaremos de nuevo
apasionada
intensamente
que
nuestros actos
atrapen
– vano esfuerzo –
el
escurridizo
pez
del
tiempo
en
la tarde
más allá de la mirada
más acá
de
la
palabra
se percibe
la tenue
transparencia
del
silencio
cuando el sol convierta su presencia
en
ascua fugaz reflejo etéreo seremos
(en su contemplación)
los
absolutos dueños
de
un
instante eterno
Dónde estará, por dónde andará olvidado
aquel sombrero
que entre guiños y risas compráramos ese día
– Marché aux Puces, Porte de Clignancourt
¿era París, París o éramos tan sólo
nosotros soñándonos en él? –
que luego tan poco
como tantas otras cosas, ¡ay!
tan
poco
has
querido usar.
El día que todas las mujeres del mundo me desearon
estaba de vacaciones; no pudieron encontrarme.
El día que todas las mujeres del mundo ansiaron mi presencia
y a casa por teléfono, por fax o por la red
llamaron en busca de una cita
tan sólo por respuesta hallaron el eco de su anhelo.
El día que todas las mujeres del mundo (todas menos una)
con pasión total reclamaron a coro mi presencia,
ese día – ese día justo – andaba yo ausente de
mi habitual domiciliada angustia y
no les pude siquiera decir no, lo siento, de verdad, no puedo ...
no, gracias, lástima, otra vez será ...
El día que todas las mujeres, en común pulsión,
me codiciaron
paladeábamos - ¿te acuerdas? – a sorbos breves nuestro
fugaz encuentro
(fine old scotch whisky)
en la pequeña, minúscula terraza de aquel café
- tu, yo y nadie –
en el Quartier Latin de un París condenadamente nuestro.
Fue justo entonces, en ese preciso momento,
cuando los pequeños locos de media mañana,
los tímidos gnomos callejeros,
salieron, sigilosos, de sus más ocultos escondrijos,
brincaron de la acera a la calzada y,
rompiendo sus horarios,
asaltaron sentimientos, desconectaron lutos, apalabraron besos
y superando el rítmico resuello de todas las rutinas
sembraron de esperanzas las adustas esquinas de las calles
destapando pomos de menta y regocijo detrás de cada verja,
a flor de cada seto.
Serios y grotescos, cual solemnes guardias cojos,
narraban los mirlos sus historias
cualquier encrucijada aprovechando.
Todo ocurrió – ocurría – un segundo antes, un instante después
del comienzo.
Todo tenía, al tiempo, lugar y no lugar y, casi sin saberlo,
se nos iba olvidando que estaba sucediendo.
(Fue – era - eso sí, cuando aún nadie
nos había descubierto)
La jornada había transcurrido como tantas y tantas – ni mejor ni peor – de los últimos tiempos, pero cuando llegó a casa, cerró tras de sí la puerta, penetró en el ominoso silencio del salón y, tras quitarse la chaqueta, se dejó caer en el sofá frente al televisor, la pequeña opresión en el pecho y el sabor levemente amargo de la saliva al fondo de la garganta que imperceptible pero continuadamente le habían venido acompañando a largo de toda la tarde acentuaron su presencia y los que en principio había tomado tan sólo por síntomas de su por esos días tan habitual sensación indefinida de cansancio se tornaron de pronto desatada marea de angustia. Y descubrió cómo, sin causa concreta alguna que parezca justificarlo, hay días que la tristeza te va creciendo a bajo piel, a dentro alma, como una hierba maligna que poco a poco te va emponzoñando la sangre hasta trastocar en dolor, desesperación y aroma a muerte su misma esencia de vida.
De repente – no la había sentido aproximarse – notó a su lado la presencia silenciosa de su perra que cuidadosa, diríase que delicadamente, fue acortando la mínima distancia que aún les separaba. No le olisqueó cual otras veces; se limitó a permanecer quieta, pegada a él, el calor de su cuerpo claramente perceptible a través de la tela el pantalón. Después, como en una escena a cámara lenta, acercó la cabeza hasta apoyarla en sus rodillas. El hombre bajó la mirada para encontrar otra anhelante alzada a su encuentro. Instintivamente alargó la mano para la caricia pero no llegó a concluir la acción; el desánimo la hizo caer, sin llegar a alcanzar su objetivo, sobre la colchoneta. Fue entonces cuando el animal, siempre despacio, alzó su pata izquierda hasta colocar la almohadillada aunque áspera pezuña sobre los abandonados dedos de su amo.
Ni uno ni otra se movieron en un buen rato. Nada parecía hacerlo tampoco. Gradualmente fue sintiendo disminuir la presión en el pecho, desaparecer el gusto acerbo de la saliva en la boca. Un observador atento quizá hubiera percibido la mínima lágrima que le resbaló mejilla abajo. Fue cuando comprendió que hay ocasiones en las que Dios marcha a cuatro patas, menea la cola y tiene húmedo el hocico.
Adiós, 2013. Hola, 2014… Frío, húmedo y desapacible, hacía ya un buen rato que el nuevo año estrenara su primera mañana y la, aún cuando grisácea, creciente claridad que le llegaba a través del cristal del cubículo le animó a, en tanto iba asentándose la jornada, reanudar la interrumpida lectura del periódico del día anterior, lo que de paso le llevó a recordar, mientras lo rescataba del desfondado bolsillo del chaquetón, cómo tanto ese diario como el resto de sus colegas faltarían en la fecha, como en Navidad, a su habitual cita con los quioscos siguiendo la mantenida tradición del gremio. Deshizo el cuádruple plegado que le había permitido ponerlo a buen recaudo y hete aquí que, al desplegarlo, lo primero que le saltó a la vista, qué cosas, ¿no?, fue una explícita referencia a la recién estrenada anualidad mediante un encabezamiento de página (era, se fijó, la primera de las que el rotativo dedicaba a la economía) cuya llamativa negrita, -“2004: salarios a la baja, precios al alza”- complementaba de seguido un más preciso subtítulo: “El cerco sobre el poder adquisitivo de los ciudadanos se estrecha, en un contexto de moderación de los sueldos y subida de impuestos al margen del IPC”, preámbulo de un texto que, según fue comprobando, iba desgranando toda una serie de poco halagüeñas expectativas para el común de sus compatriotas. Su progresivo repaso sin embargo, en vez marcar en su rostro signo alguno de pesar o siquiera preocupación, fue haciendo aparecer en sus labios una sonrisa, aún cuando singularmente extraña, cuya oculta razón seguro que nadie – si es que alguien la hubiera visto – habría podido llegar a descubrir. Porque seguro que a nadie se le hubiera ocurrido sospechar siquiera que esa sonrisa fuese el fruto del encadenado razonamiento que, paso a paso, le había ido llevado a congratularse de no tener que preocuparse ya ni de bajadas salariales, ni de alzas de precios de la luz o del transporte, ni de pago alguno de impuestos, ni siquiera de cobros de prestación ninguna por paro. No, desde luego que no. Nadie, si es que alguien hubiera pasado en ese instante ante el acristalado recinto del cajero automático donde el hombre había pasado refugiado la noche, habría sospechado las razones ni de esa sonrisa ni de la casi carcajada muda en la que llegó a convertirse al tiempo que alzaba ante él, en inequívoco gesto de brindis, el cartón de vinazo que hasta hacía un momento reposaba a su costado para, a continuación, apurar su contenido de un último trago.