REVELACIÓN DEL GESTO / QUINCE SON DIECISIETE
PUBLICADA EN
Libros y nombres de Castilla-La Mancha
Año XIII; entrega nº 549 / 18 de febrero de 2023
Repite hoy José Ángel García formato: nos vuelve a presentar dos libros compartiendo un único volumen, como ya hiciera en 2020 con “No le busques cinco pies a un verso” y “Ni un blues más”. Tal vez haya sido casualidad, o simple conveniencia editorial, o el subconsciente; pero entre aquellos dos libros había cosas importantes en común, como también las hay entre estos dos de hoy: un diálogo, una confrontación atenuada, una compleción y mutuo refuerzo que los hace íntimamente más fuertes.
“¿Escribir sobre lo escrito? Mejor callar a la espera de que resuene el eco.”
No seré yo quien le lleve la contraria a José Ángel García que es el autor de este aforismo. Los textos secundarios debilitan, cuando no anulan, la emoción del encuentro del lector con el texto primario, cara a cara, sin referencias. Pues en el lenguaje hay algo. En el lenguaje poético hay algo visible pero secreto al mismo tiempo, algo que desaparece en el texto secundario. Algo que, cuanto más visible se hace, más secreto se vuelve. Somos lenguaje, muchos lenguajes igualmente valiosos, aunque con diferente suerte, pues algunos han sido privilegiados sobre los otros, a los que se ha encerrado bajo llave. El más favorecido socialmente ha sido el racional, también mal llamado real. Pero, y esto lo sabe muy bien José Ángel, el poema tiene esa llave que, al igual que el cuadro o el pasaje musical, los libera y los pone a trabajar en esa democracia magistral compuesta por todos los lenguajes que nos habitan, y donde en ejemplar armonía nos hablan al unísono con palabras adivinatorias que nos rebasan (pues ese “ser rebasado”, y no otra cosa, es la emoción) y sin las que el poema no podría alzar el vuelo. Y esa resultante visible, tal impronta material, no es otra cosa que el gesto al que se refiere José Ángel en el título. La presencia revelada de lo creado. Pues de tal factura infinitamente poliédrica, con tan marcado carácter de inaccesibilidad, la resultante, es decir, el gesto, podría decirse que equivale a una epifanía, a una revelación. El poeta necesita la dádiva de un diluvio de metáforas para poder alzar el vuelo y desplegarse en esa cadena sobrevenida de gestos que componen el poema. Las metáforas, al igual que las pinceladas, son cargas de profundidad buscando el misterio del lenguaje, que también es el del ser. Y la inteligencia poética de José Ángel García sabe que, uniendo las experiencias de pintura y poesía -aquí unas veces refiriéndose a cuadros en concreto y otras visitando a pintores amigos o ya desaparecidos a los que conoce muy bien-, la potencia de esos dos lenguajes se sumará, y llegarán más cerca de donde el misterio se deshace en palabras y el gesto es pura adivinación, milagro del lenguaje poético.
. . .
“Revelación del gesto” es la dramatización de una búsqueda en un espejismo. Un hablar con sombras, con seducciones, con anhelos. Rotundo y desinhibido ahondamiento en el misterio del decir poético. José Ángel quiere saber, al igual que Alicia, cómo es y adónde lleva el pozo sin fondo en el que cae. Ha llegado el momento de indagar, de hallar algo real en la irrealidad del lenguaje, algo que rompa la indecibilidad del enigma al que ha dedicado su vida: tiene que haber algo real detrás de tantos sueños. Es hora de que el sueño de buscar halle su fe.
. . .
El primer poema, escrito en prosa y titulado “Más allá de los espejos”, podría ser un buen resumen del libro, relámpago o síntesis sagaz de la tormenta perfecta de lo poético que en él se escenifica, un espejismo de transformaciones. Nos dice:
“Decir aire y sentir la brisa. (…) Apuesta de espejos más allá de los espejos, (…) tantea la palabra la esencia del gesto, al tiempo buscándose y olvidándose, (…) vehículo del alma para ahondar, declarada enemiga de lo informe, (…) ansia de seguir hacia adelante a como sea.”
Hundirse en los espejos del lenguaje hacia el misterio del ser, a como sea, haya ahí lo que haya. Todo un órdago apostando por la trascendencia. Que es lo mismo que decir poesía, o poeta.
Y así, con cargas de profundidad híbridas de poesía y pintura, comienza José Ángel su aventura en mares profundos. Y atraviesa lugares inciertos con pinceladas de palabras, utilizando las metáforas cual brochazos abstractos, a la caza del gesto: rastro o señal o estigma que sea prueba de la realidad del encuentro con algo, indecible, sí, pero del que traer una mancha, una huella, un destello, un eco: una prueba de vida.
Y en “Ser y no ser” nos dice (utilizando un lienzo del pintor Bonifacio Alfonso como espina dorsal de su pintura de palabras):
“Pintas, pintor, mas no pintas, / que quien pinta es la pintura, / (…) forma informe de lo incierto.”
Este ser y no ser, pintar y no pintar, ser forma informe, es un agujero de gusano hacia el presunto misterio.
Y en el poema “Tótem”, homenaje a la pintora y amiga Pilar Carpio, continúa precisando su aventura por el laberinto de espejos:
“(…) portal de espejos de espejos / donde la belleza misma / siempre a sí propia enfrentada / moldea su propia esencia, / (…) huellas de nada y de todo.”
La indagación se va volviendo esquiva, sutil, volátil, incierta, pero sigue ahondando a ciegas con su proteico y poderoso desplegarse interno.
Y en los poemas de “Entre dos Sauras”, su decir poético sueña la pincelada de este pintor admirado y muy visitado por él. Y pinta José Ángel cuadros propios con gestualidad informalista, y nos dice:
“(…) en el floreo, la finta, o en el quite / en su propio gesto anida el trazo / indagando su destino de sendero.”
El poeta sabe que el gesto abre el camino hacia la materialización, trazo o palabra, de una brizna del ser, fruto de esa gimnasia entre lo dramático y lo lúdico. Y se pregunta:
“¿Es respuesta en sí misma la pregunta?”
“(…) Como quien no sabe si avanza o si regresa / permanezco. / (…) Palabras que van, que vienen / (…) más allá del sinsentido.”
Palabras que lo guían más allá del sinsentido, es decir, ¿al sentido? Pero ¿a qué tipo de sentido? La respuesta podría ser: “A la extrañeza de esa existencia que no imaginamos, más allá de todo razonamiento, pero que está ahí, en el subsuelo del poema”. Y continúa:
“Todo es / desolada isla autista / en medio de la nada, / extraña inexistencia / del instante.”
Y más adelante:
“En su propio temblor / ardió el gesto / (…) rosario interminable de escondites.”
Y tras arder el gesto y convertirse en temblor de emoción, en pavesas de deslumbramiento, el poeta regresa a sus cuarteles
“náufrago de sí mismo, mas entero; / más él que nunca: / sereno, convencido, honesto, pleno.”
Ha hecho lo que ha podido. Nada hay que explicar: se explica con su sola existencia, como debe ser si el poema está bien hecho, y aquí lo está. Porque el poema aborrece la explicación: él es la máxima claridad acerca de sí mismo.
Conmovedor es “Trazo, rasgo, línea, juego”, donde el poeta acompaña al pintor amigo recientemente fallecido, Miguel Ángel Moset, “a atrapar la luz y el tiempo en la conquense laguna de Uña”: texto taumatúrgico que culmina la búsqueda diciendo:
“a sí se busca el pintor / y a sí propio va y se encuentra,”
donde el gesto, que en poesía es el verbo, se hace hombre.
Y de este modo llegamos al vigoroso poema en prosa que da título al libro, y lo cierra de un portazo, “Revelación del gesto”, que viene a confirmar lo aseverado por José Ángel en estos dos aforismos:
“Tanto el poema como la obra de arte son, en sí mismos, un juego de relaciones.”
Y el otro, contundente, definitivo, drástico:
“Nada hay más misterioso que lo visible.”
. . .
A mi modo de ver, este poema escenifica, hasta casi tocarla, la compleja gestación poética y su resolución en milagro de autoconocimiento. Leyéndolo, tuve una casi violenta sensación de ser aspirado por el ojo de un tornado. Su realidad particular era mayor que mi capacidad de retener aquellas palabras e imágenes dispuestas en desbocadas oraciones que anulaban toda posibilidad de reflexión y se plegaban sobre sí mismas imponiendo tanto su velocidad como su reluctancia. No se dejaba interpretar porque su comprensión era él mismo y su veloz rotundidad: era, digámoslo así, la inexpresable sensación del ser, el saber sin saber del poema. O noche de Walpurgis con sus relámpagos y fugaces entrevisiones del propio rostro. Pero lo que brilla es el abandono del poeta, la victoria de su rendición, la obediencia ciega (pues ser poeta es saber obedecer) a esa andanada de palabras pulverizadas en imágenes que es el poema
“descubriendo del submundo de formas que de ella aguardan la feraz revelación de su existencia,”
es decir,
“la contemplación reverente de lo revelado”
porque
“eterno en su imagen late ya (…) el gesto.”
. . .
El segundo libro ha sido bautizado “Quince son diecisiete”, título tomado en préstamo al poeta Raymond Queneau, y que, aunque parece ser que su autor se refería a pulpos, le viene de perlas al compendio de aforismos con tantos tentáculos como es este que hoy nos ocupa. No me ha sorprendido que José Ángel tuviera una nutrida colección de ellos, dada su trayectoria de insobornable búsqueda, de intensa especulación intelectual, ética y estética. Pero ¿qué se puede decir de un libro así? ¿A qué sabe una caja de bombones, cada uno con un sabor distinto al de los otros? Comencemos, pues, diciendo que se trata de una extensa colección de espléndidos aforismos distribuidos en once secciones, según su temática: tiempo, amor, poesía, lenguaje, literatura, muerte, esperanza, sueños, azar, realidad, silencio, etc. Escritos, pienso, a lo largo de su extensa vida creativa, José Ángel, en un acto de generosidad para con el lector, ha querido ordenarlos, de modo que faciliten su lectura dándoles una apariencia de continuidad a aquellas flores que en su día brotaron súbitamente a solas, aisladas en su propio sentido y sinsentido, y estallaron sus perfumes, que se dispersaron, también ellos convertidos en gesto. Y se nota el artificial y difícil intento de ordenación en el hecho, un tanto aforístico, de que se le hayan colado, sin darse cuenta él, tres o cuatro de ellos en al menos dos secciones diferentes.
Este libro nos propone otro tipo de experiencia: la plena y responsable aceptación del resultado vital, junto a un reírse de sí mismo y del mundo contemplándolo y contemplándose. Parece preguntarse: “¿Es real la poesía? ¿Y la vida, es real? Y yo, ¿soy real yo? Y si yo soy real, ¿cómo puedo seguir en pie, sin deformarme, en un mundo como este?”. Pues esa es la misión de estos breves islotes de significado: sacar, aunque a su modo, conclusiones, o desilusiones; legitimar, con esa mezcla de ironía, sinceridad, crueldad amable, buen humor, reflexión y, sobre todo, la paradójica redención mínima disuelta en el género aforístico, su particular experiencia de la extraña aventura que es vivir. Y si en el primer libro el lenguaje se adensaba en un punto cada vez más concentrado, aquí, en cambio, se expande en busca de simplicidad, agudeza, claridad y eficacia. Y pasamos del saber sin saber del primero al saber racional, paradójico, reflexivo, irónico y escéptico del segundo, donde la rapidez certera del afilado corte, y no la insistencia, es la clave. Y si en el primero pretendía José Ángel llegar a la clara oscuridad del ser, en este intenta alcanzar la oscura claridad del concepto, siempre sazonado, para sembrar la duda ante lo que podría no ser lo que parece, con paradojas y cachetes de humor, tan propios de José Ángel, que a veces nos hacen desembocar en deliciosas boutades. Mi debilidad es esta, por ella misma y por su irrupción inesperada:
“Por cierto, ¿cómo demonios se llamaría el porquero de Agamenón?”
Aunque mi aforismo favorito, por su imparable verdad, es este:
“Solo la honestidad es real. El resto es pura falacia.”
. . .
Del extenso poema único que acaba siendo toda obra poética, donde se desarrollan los diferentes libros a modo de catas del terreno infinito en estudio, “Quince son diecisiete” viene a ser la guinda que corona la aventura poética, rica y fértil donde las haya, y, por supuesto, hasta el día de hoy, de José Ángel García. Una obra que es un sólido edificio, perfectamente construido, de sensibilidad, inteligencia, generosidad y belleza. Y en el diálogo de ambos libros se confronta la superficie con la hondura, completando, con bellos fuegos de artificio y soterrados diamantes de intimidad, la imagen híbrida del poeta.
A disposición de ustedes quedan estos afilados, amables, profundos, honestos, irónicos, juguetones y sutilmente humorísticos aforismos, tan parecidos a su autor, así como sus búsquedas geológicas por las profundidades del lenguaje del primer libro. Léanlos y, si lo creen conveniente, tomen partido por uno u otro, aunque yo les aconsejaría que mezclasen ambos lenguajes, a ver qué ocurre. Les aseguro que sucederá algo tan sorprendente como bello. Pues los ha compuesto una exquisita y a la vez poderosa sensibilidad, la del excepcional poeta que es José Ángel García, algo que no es necesario que venga a revelarles yo, pues ustedes ya lo saben desde hace tiempo, y con cuyas importantes palabras les dejo ya disfrutar.
REVELACIÓN DEL GESTO / QUINCE SON DIECISIETE
PUBLICADA EN FACEBOOK POR RAFAEL ESCOBAR
18 de marzo a las 16:26
Con el previo “No le busques cinco pies al verso / Ni un blues más” y este más reciente libro parece haberse estabilizado la metáfora del “doble Cd” para referirse a la producción poética reciente de José Ángel García. La utilizó Pablo Méndez en su presentación en Cuenca. Y no seré yo precisamente quien no vaya a servirse de ella. Así que, siguiendo con la imagen que amenaza convertirse en tópico, podría afirmar que este libro es un “The white album” de los Beatles o el “London calling” de The Clash. Referencias escogidas, claro está, no por su metraje, sino por su entraña híbrida, su mezcolanza de estilos diversos, que aquí afronta y vuelve a culminar con éxito uno de esos artistas cuya singularidad solo remitirá con su propia vida.
“Revelación del gesto” se inicia con un poema introductorio que se me antoja llamar “anti-Pizarnik” (por parecer la antípoda de ese suyo en que afirma que el hecho de nombrar el pan y el agua la condena de inmediato al hambre y la sed) porque el arte acepta el reto de crear algo vivo y no un émulo hipócrita aunque juegue con máscaras (es significativa la reiterada expresión “espejo de espejos”). Como una tentativa que puede resultar irreverente de puro ambiciosa pero que es el pundonor de todas nuestras capacidades intelectuales y afectivas operando a la vez (“... humilde, con la inmensa inocencia-o indecencia-de intentar introducir en el juego tanta esperanza, tanto orgullo, tanta rabia, como los lances de la partida propicien, vehículo del alma para ahondar…”).
Su concepto del homenaje al artista rechaza el culturalismo externo para intentar caracterizar una técnica aun cuando esta no es decidida de antemano sino expresada de manera espontánea con el pintor como excusa (como en el poema a Bonifacio Alonso). Resulta especialmente atinada la expresión “seísmo de sí mismo” (tanto como el verso de Colinas que abre “Nulla sine die”: “Si abrís la luz, brotan cuchillos negros”) cuya pintura parece, en efecto, un pulso encarnizado con la intimidad (y con la paradoja de hallar cierta “rehabilitación” de su ser pese a ese ataque visceral extremo) más dolorosa que, si lo salva, es solo agitándose hasta el extremo de otra dimensión que anula la real. Véase, igualmente, la disposición tipográfica de los versos del poema dedicado a Calder… y compárese a continuación con una de sus imaginativas obras: ambos un juego lúdico pero no tan aparentemente anecdótico como pudiera resultar en cuanto que consiguen una definición personal.
El arte queda retratado como un esfuerzo, un incesante sucederse de probaturas en que quizá la tarea más ardua sea frenar la propia insatisfacción, para el que se recuperan las viejas metáforas bélicas que también se aplicaron a la sensualidad (“pelea”, “batalla”, “lidia”, … también aplicables, como en los poemas dedicados a Moset, a las potencias naturales (sombra/luz) que pugnan en su conversión en materia artística) y que es un permanente choque entre la expresividad más lacerante y su redención por la ternura (“Tótem”, sobre la ora de Pilar Carpio), una invitación a la vida para que se resigne a dejarnos identificar alguno de sus perfiles (como en la serie de apelaciones que abre el citado “Tótem” y después se reiteran en la parte central y final).
Saura remite a lo que sombrío y por tanto inerte en apariencia, está sin embargo lleno de rastros, de murmullos, de trozos desgarrados e inconexos de vida que sufren por la nostalgia de hallar quizá un hilván, una coherencia… ¿o tal vez la definitiva aniquilación? (“Mientras tanto, desahuciada de sueños mas/aún viva/más acá del tiempo, / más allá del verbo, / reside la esperanza/del silencio”).
Con Moset entendemos la obra de arte como una “muñeca rusa” que contiene otras infinitas hasta llegar a la soñada o imposible que, por partida doble, revela la incapacidad del artista y la aún mayor del crítico que pretendiera transmitir su impresión con palabras. También la paradoja de que lo observado vuelva a ofrecerse como una certeza precisamente pasando por un sucedáneo artificial como el arte.
“Quince son diecisiete” me recuerda que el aforismo, como el haiku (y estoy tentado de incluir en este grupo también a géneros de la lírica popular como la copla o la soleá) no admite exégesis, solo lectura y concentración en su iluminación intensa y efímera que convierte a sus comentarios en mucho más impertinentes que incorrectos. Expresaba José Ángel el día de su presentación en Cuenca su temor a haber incurrido en uno de los mayores riesgos de género tan peligroso en su aparente facilidad: ser inane. Es de justicia comentar que no solo ha sorteado este sino otro aún mayor: el vicio de querer ser “lapidario”, de querer conseguir a cada momento la frase definitiva, una pretensión que, de haberla siquiera imaginado, no hubiera permitido a Gómez de la Serna, Cioran o Vicente Núñez (qué poco conocida es esta faceta del poeta cordobés) convertirse en clásicos suyos de pleno derecho.
Ante la imposibilidad de “sistematizar”… solo algunas ideas sueltas que me han gustado especialmente y que solo utilizo aquí como excusa para copiar y leer de nuevo (que es lo importante) algunos de los creo aforismos más logrados del libro:
En una línea “metafísica”, la aparición de la relatividad de los conceptos asociados al tiempo (que tanto nos recuerda a Azorín), a menudo por la acción interesada que ejercemos sobre la manera de percibirlo (“Cada época se crea el pasado que le viene bien al futuro hacia el que quiere marchar”) o porque no exista al margen de la subjetividad en que lo enclaustramos (“El tiempo es mío: morirá conmigo”). Se canta a un mundo que no son certezas sino, al mismo nivel de jerarquía (o anti-jerarquía), ausencias (“El mundo es también ese perro que ya no oyes ladrar”) y solo la distancia irónica sobre nuestras percepciones sobre él nos permite a la vez algún ínfimo conocimiento o al menos quedar a salvo del ridículo (“Huye del tremendo peligro del estar seguro”). Hay posos machadianos en que se rechaza la abstracción y se reivindica lo palpable (“No existe el horizonte; solo nosotros caminando hacia él”) y a menudo lo difuso de la identidad no es algo ni fortuito ni impuesto, ni se debe únicamente a la muchedumbre de otredades que nos habitan, sino determinado por la hipocresía receptora de la que hablaba Baudelaire y el fingimiento del artista que corroboraba Pessoa (“Ninguno de mis yoes coincide con los que los demás me adjudican, pero menos aún con el que a mí mismo me cuento si hoy inclemente, mañana piadosa o hipócritamente mentiroso”).
En lo “metaliterario” destaca la abundancia de rasgos que son a la vez recursos estéticos y modos de pensamiento (las paradojas, especialmente abundantes en la sección “Hay moralejas claramente inmorales”) al poner en pie el ámbito de apariencias “deslizantes” en que se desarrolla nuestra vida o textos a modo de sintético ideario moral en que asoma esa tonalidad lapidaria que por otra parte sabe evitar (“En el mundo. Con el mundo. Contra el mundo”). Se reflexiona sobre cómo tantas veces el lector fuerza la impostura aun en el caso de que el escritor la hubiera esquivado, y así artista y receptor se cofunden al igual que el escritor presente y el pasado (“Uno es, también, las citas que anota”). Queda desvelada así la escritura como un juego sin inocentes y así a quienes incluso la amamos nos es permitido un manifiesto desacuerdo visceral con ella (“Sólo contra la literatura se hace verdadera la literatura”) y despreocuparnos sobre su hipotética recepción y nunca forzarla (“¿Escribir sobre lo escrito? Mejor callar a la espera de que resuene el eco”). Se retrata una escritura que no cae en la pretensión de presentarse como novedosa (“Sigue mi consejo: húrtale el cuerpo al estilo”) y que mantiene con la tradición una relación antitética de necesidad (“Huye -cual peste- de los ismos”) y repudio (“No rehúyas el tópico: destrózalo”) y que en ocasiones resulta un difuso deber moral que debiéramos cumplir (“También lo que no escribimos nos será reclamado”). Hay una evidente ironía contra los modos de escritura herméticos o el esteticismo autosatisfecho (“Que la belleza de las palabras no te impida ver el verso”) y una reflexión sobre la poesía como entidad autónoma respecto a lo real que incuba sus criterios propios para definirla (“Es imposible entender la poesía si no es mediante la propia poesía”). El poema aparece como un juego de ambigüedades entre lo que no es visible pero se intuye y suscita el reto de convertirlo en algo palpable (“De la insuficiencia de los sentidos -no de la razón- nace el misterio. En su transcripción consiste la tarea del poeta. Porque poetizar es tornar sensible -no entendible- lo desconocido y lo inatrapable”).
El amor se comenta como una realidad con más caras que su faceta reconocible, como dimensión íntima en que se crea y desdibuja a la vez lo que se quiere y que es inanidad si uno es a la vez el creador y lo creado (“Seducir es fácil. Lo difícil es conseguir que le seduzcan a uno”) y aun en ese supuesto se desarrolla siempre amenazado por la doble incapacidad para expresar y entender (“No tenían mucho en común pero lo poco que tenían nunca se atrevían a comentarlo”).
Hay un concepto de lo ético en un sentido aristotélico en que el vicio puede ser una deriva errónea y escapada del control racional de la misma virtud (“Ten mucho cuidado: que extremar la virtud no te lleve al vicio”) que, por tanto, hace difusa la frontera entre estos dos conceptos en principio antagónicos. No existe tal ética sin un credo firme de resistencia en que se acepta la vida como “agonía” (en el sentido clásico del término) que no remite jamás mientras el tiempo cuente con nosotros (“El sentirse hundido es privilegio de la juventud. Ni la madurez, ni mucho menos la vejez, pueden permitírselo”) y en el que, ante la imposibilidad de vencer las contradicciones íntimas, se opta por ironizar sobre ellas con un rastro de mala conciencia (“Lo malo de ser un pequeñoburgués es lo confortable que, moralmente, resulta serlo”).
En fin, otro maravilloso disco doble… cuyo único problema es que ya ha sembrado en sus lectores fieles el vicio de pedir. Así que no le demandaré a José Ángel los triples “All things must pass” o “Emancipation” (no me acaban de convencer por razones diferentes… el primero porque me sobra toda la “jam” instrumental del final y el segundo porque, no en vano pero sí a causa de su fatuidad, se llamó en cierto momento a Prince “el vanidoso enano de Minneapolis”). Pero sí “Songs in the key of life” de Stevie Wonder… con su espiritualidad delicada, su visión del mundo tan rica en sereno placer y felicidad… que bien sabe él como amigo y cómplice mío (de tantos años ya, de tantas historias…) que me hacen falta.
REVELACIÓN DEL GESTO / QUINCE SON DIECISIETE
PUBLICADA EN
Libros y nombres de Castilla-La Mancha
Año XIII; entrega nº 549 / 18 de febrero de 2023
Repite hoy José Ángel García formato: nos vuelve a presentar dos libros compartiendo un único volumen, como ya hiciera en 2020 con “No le busques cinco pies a un verso” y “Ni un blues más”. Tal vez haya sido casualidad, o simple conveniencia editorial, o el subconsciente; pero entre aquellos dos libros había cosas importantes en común, como también las hay entre estos dos de hoy: un diálogo, una confrontación atenuada, una compleción y mutuo refuerzo que los hace íntimamente más fuertes.
“¿Escribir sobre lo escrito? Mejor callar a la espera de que resuene el eco.”
No seré yo quien le lleve la contraria a José Ángel García que es el autor de este aforismo. Los textos secundarios debilitan, cuando no anulan, la emoción del encuentro del lector con el texto primario, cara a cara, sin referencias. Pues en el lenguaje hay algo. En el lenguaje poético hay algo visible pero secreto al mismo tiempo, algo que desaparece en el texto secundario. Algo que, cuanto más visible se hace, más secreto se vuelve. Somos lenguaje, muchos lenguajes igualmente valiosos, aunque con diferente suerte, pues algunos han sido privilegiados sobre los otros, a los que se ha encerrado bajo llave. El más favorecido socialmente ha sido el racional, también mal llamado real. Pero, y esto lo sabe muy bien José Ángel, el poema tiene esa llave que, al igual que el cuadro o el pasaje musical, los libera y los pone a trabajar en esa democracia magistral compuesta por todos los lenguajes que nos habitan, y donde en ejemplar armonía nos hablan al unísono con palabras adivinatorias que nos rebasan (pues ese “ser rebasado”, y no otra cosa, es la emoción) y sin las que el poema no podría alzar el vuelo. Y esa resultante visible, tal impronta material, no es otra cosa que el gesto al que se refiere José Ángel en el título. La presencia revelada de lo creado. Pues de tal factura infinitamente poliédrica, con tan marcado carácter de inaccesibilidad, la resultante, es decir, el gesto, podría decirse que equivale a una epifanía, a una revelación. El poeta necesita la dádiva de un diluvio de metáforas para poder alzar el vuelo y desplegarse en esa cadena sobrevenida de gestos que componen el poema. Las metáforas, al igual que las pinceladas, son cargas de profundidad buscando el misterio del lenguaje, que también es el del ser. Y la inteligencia poética de José Ángel García sabe que, uniendo las experiencias de pintura y poesía -aquí unas veces refiriéndose a cuadros en concreto y otras visitando a pintores amigos o ya desaparecidos a los que conoce muy bien-, la potencia de esos dos lenguajes se sumará, y llegarán más cerca de donde el misterio se deshace en palabras y el gesto es pura adivinación, milagro del lenguaje poético.
. . .
“Revelación del gesto” es la dramatización de una búsqueda en un espejismo. Un hablar con sombras, con seducciones, con anhelos. Rotundo y desinhibido ahondamiento en el misterio del decir poético. José Ángel quiere saber, al igual que Alicia, cómo es y adónde lleva el pozo sin fondo en el que cae. Ha llegado el momento de indagar, de hallar algo real en la irrealidad del lenguaje, algo que rompa la indecibilidad del enigma al que ha dedicado su vida: tiene que haber algo real detrás de tantos sueños. Es hora de que el sueño de buscar halle su fe.
. . .
El primer poema, escrito en prosa y titulado “Más allá de los espejos”, podría ser un buen resumen del libro, relámpago o síntesis sagaz de la tormenta perfecta de lo poético que en él se escenifica, un espejismo de transformaciones. Nos dice:
“Decir aire y sentir la brisa. (…) Apuesta de espejos más allá de los espejos, (…) tantea la palabra la esencia del gesto, al tiempo buscándose y olvidándose, (…) vehículo del alma para ahondar, declarada enemiga de lo informe, (…) ansia de seguir hacia adelante a como sea.”
Hundirse en los espejos del lenguaje hacia el misterio del ser, a como sea, haya ahí lo que haya. Todo un órdago apostando por la trascendencia. Que es lo mismo que decir poesía, o poeta.
Y así, con cargas de profundidad híbridas de poesía y pintura, comienza José Ángel su aventura en mares profundos. Y atraviesa lugares inciertos con pinceladas de palabras, utilizando las metáforas cual brochazos abstractos, a la caza del gesto: rastro o señal o estigma que sea prueba de la realidad del encuentro con algo, indecible, sí, pero del que traer una mancha, una huella, un destello, un eco: una prueba de vida.
Y en “Ser y no ser” nos dice (utilizando un lienzo del pintor Bonifacio Alfonso como espina dorsal de su pintura de palabras):
“Pintas, pintor, mas no pintas, / que quien pinta es la pintura, / (…) forma informe de lo incierto.”
Este ser y no ser, pintar y no pintar, ser forma informe, es un agujero de gusano hacia el presunto misterio.
Y en el poema “Tótem”, homenaje a la pintora y amiga Pilar Carpio, continúa precisando su aventura por el laberinto de espejos:
“(…) portal de espejos de espejos / donde la belleza misma / siempre a sí propia enfrentada / moldea su propia esencia, / (…) huellas de nada y de todo.”
La indagación se va volviendo esquiva, sutil, volátil, incierta, pero sigue ahondando a ciegas con su proteico y poderoso desplegarse interno.
Y en los poemas de “Entre dos Sauras”, su decir poético sueña la pincelada de este pintor admirado y muy visitado por él. Y pinta José Ángel cuadros propios con gestualidad informalista, y nos dice:
“(…) en el floreo, la finta, o en el quite / en su propio gesto anida el trazo / indagando su destino de sendero.”
El poeta sabe que el gesto abre el camino hacia la materialización, trazo o palabra, de una brizna del ser, fruto de esa gimnasia entre lo dramático y lo lúdico. Y se pregunta:
“¿Es respuesta en sí misma la pregunta?”
“(…) Como quien no sabe si avanza o si regresa / permanezco. / (…) Palabras que van, que vienen / (…) más allá del sinsentido.”
Palabras que lo guían más allá del sinsentido, es decir, ¿al sentido? Pero ¿a qué tipo de sentido? La respuesta podría ser: “A la extrañeza de esa existencia que no imaginamos, más allá de todo razonamiento, pero que está ahí, en el subsuelo del poema”. Y continúa:
“Todo es / desolada isla autista / en medio de la nada, / extraña inexistencia / del instante.”
Y más adelante:
“En su propio temblor / ardió el gesto / (…) rosario interminable de escondites.”
Y tras arder el gesto y convertirse en temblor de emoción, en pavesas de deslumbramiento, el poeta regresa a sus cuarteles
“náufrago de sí mismo, mas entero; / más él que nunca: / sereno, convencido, honesto, pleno.”
Ha hecho lo que ha podido. Nada hay que explicar: se explica con su sola existencia, como debe ser si el poema está bien hecho, y aquí lo está. Porque el poema aborrece la explicación: él es la máxima claridad acerca de sí mismo.
Conmovedor es “Trazo, rasgo, línea, juego”, donde el poeta acompaña al pintor amigo recientemente fallecido, Miguel Ángel Moset, “a atrapar la luz y el tiempo en la conquense laguna de Uña”: texto taumatúrgico que culmina la búsqueda diciendo:
“a sí se busca el pintor / y a sí propio va y se encuentra,”
donde el gesto, que en poesía es el verbo, se hace hombre.
Y de este modo llegamos al vigoroso poema en prosa que da título al libro, y lo cierra de un portazo, “Revelación del gesto”, que viene a confirmar lo aseverado por José Ángel en estos dos aforismos:
“Tanto el poema como la obra de arte son, en sí mismos, un juego de relaciones.”
Y el otro, contundente, definitivo, drástico:
“Nada hay más misterioso que lo visible.”
. . .
A mi modo de ver, este poema escenifica, hasta casi tocarla, la compleja gestación poética y su resolución en milagro de autoconocimiento. Leyéndolo, tuve una casi violenta sensación de ser aspirado por el ojo de un tornado. Su realidad particular era mayor que mi capacidad de retener aquellas palabras e imágenes dispuestas en desbocadas oraciones que anulaban toda posibilidad de reflexión y se plegaban sobre sí mismas imponiendo tanto su velocidad como su reluctancia. No se dejaba interpretar porque su comprensión era él mismo y su veloz rotundidad: era, digámoslo así, la inexpresable sensación del ser, el saber sin saber del poema. O noche de Walpurgis con sus relámpagos y fugaces entrevisiones del propio rostro. Pero lo que brilla es el abandono del poeta, la victoria de su rendición, la obediencia ciega (pues ser poeta es saber obedecer) a esa andanada de palabras pulverizadas en imágenes que es el poema
“descubriendo del submundo de formas que de ella aguardan la feraz revelación de su existencia,”
es decir,
“la contemplación reverente de lo revelado”
porque
“eterno en su imagen late ya (…) el gesto.”
. . .
El segundo libro ha sido bautizado “Quince son diecisiete”, título tomado en préstamo al poeta Raymond Queneau, y que, aunque parece ser que su autor se refería a pulpos, le viene de perlas al compendio de aforismos con tantos tentáculos como es este que hoy nos ocupa. No me ha sorprendido que José Ángel tuviera una nutrida colección de ellos, dada su trayectoria de insobornable búsqueda, de intensa especulación intelectual, ética y estética. Pero ¿qué se puede decir de un libro así? ¿A qué sabe una caja de bombones, cada uno con un sabor distinto al de los otros? Comencemos, pues, diciendo que se trata de una extensa colección de espléndidos aforismos distribuidos en once secciones, según su temática: tiempo, amor, poesía, lenguaje, literatura, muerte, esperanza, sueños, azar, realidad, silencio, etc. Escritos, pienso, a lo largo de su extensa vida creativa, José Ángel, en un acto de generosidad para con el lector, ha querido ordenarlos, de modo que faciliten su lectura dándoles una apariencia de continuidad a aquellas flores que en su día brotaron súbitamente a solas, aisladas en su propio sentido y sinsentido, y estallaron sus perfumes, que se dispersaron, también ellos convertidos en gesto. Y se nota el artificial y difícil intento de ordenación en el hecho, un tanto aforístico, de que se le hayan colado, sin darse cuenta él, tres o cuatro de ellos en al menos dos secciones diferentes.
Este libro nos propone otro tipo de experiencia: la plena y responsable aceptación del resultado vital, junto a un reírse de sí mismo y del mundo contemplándolo y contemplándose. Parece preguntarse: “¿Es real la poesía? ¿Y la vida, es real? Y yo, ¿soy real yo? Y si yo soy real, ¿cómo puedo seguir en pie, sin deformarme, en un mundo como este?”. Pues esa es la misión de estos breves islotes de significado: sacar, aunque a su modo, conclusiones, o desilusiones; legitimar, con esa mezcla de ironía, sinceridad, crueldad amable, buen humor, reflexión y, sobre todo, la paradójica redención mínima disuelta en el género aforístico, su particular experiencia de la extraña aventura que es vivir. Y si en el primer libro el lenguaje se adensaba en un punto cada vez más concentrado, aquí, en cambio, se expande en busca de simplicidad, agudeza, claridad y eficacia. Y pasamos del saber sin saber del primero al saber racional, paradójico, reflexivo, irónico y escéptico del segundo, donde la rapidez certera del afilado corte, y no la insistencia, es la clave. Y si en el primero pretendía José Ángel llegar a la clara oscuridad del ser, en este intenta alcanzar la oscura claridad del concepto, siempre sazonado, para sembrar la duda ante lo que podría no ser lo que parece, con paradojas y cachetes de humor, tan propios de José Ángel, que a veces nos hacen desembocar en deliciosas boutades. Mi debilidad es esta, por ella misma y por su irrupción inesperada:
“Por cierto, ¿cómo demonios se llamaría el porquero de Agamenón?”
Aunque mi aforismo favorito, por su imparable verdad, es este:
“Solo la honestidad es real. El resto es pura falacia.”
. . .
Del extenso poema único que acaba siendo toda obra poética, donde se desarrollan los diferentes libros a modo de catas del terreno infinito en estudio, “Quince son diecisiete” viene a ser la guinda que corona la aventura poética, rica y fértil donde las haya, y, por supuesto, hasta el día de hoy, de José Ángel García. Una obra que es un sólido edificio, perfectamente construido, de sensibilidad, inteligencia, generosidad y belleza. Y en el diálogo de ambos libros se confronta la superficie con la hondura, completando, con bellos fuegos de artificio y soterrados diamantes de intimidad, la imagen híbrida del poeta.
A disposición de ustedes quedan estos afilados, amables, profundos, honestos, irónicos, juguetones y sutilmente humorísticos aforismos, tan parecidos a su autor, así como sus búsquedas geológicas por las profundidades del lenguaje del primer libro. Léanlos y, si lo creen conveniente, tomen partido por uno u otro, aunque yo les aconsejaría que mezclasen ambos lenguajes, a ver qué ocurre. Les aseguro que sucederá algo tan sorprendente como bello. Pues los ha compuesto una exquisita y a la vez poderosa sensibilidad, la del excepcional poeta que es José Ángel García, algo que no es necesario que venga a revelarles yo, pues ustedes ya lo saben desde hace tiempo, y con cuyas importantes palabras les dejo ya disfrutar.
NO LE BUSQUES CINCO PIES A UN VERSO / NI UN BLUES MÁS
CULTURAMAS la revista de información cultural en internet | 10 febrero, 2021
Los pilares de la personalidad de José Ángel García son nítidos: ética, verdad, amor y belleza. Y posee dos formas de acceso a la realidad a través de ellos: la ironía creadora y el puro lirismo. Ambas formas se ejemplifican nítidamente y por separado en el presente volumen, es decir, cada una actúa de protagonista en uno de los dos libros que lo componen. Trato de imaginar su sentimiento de un mundo que tiende a la fatuidad y a la desvergüenza mentirosa, a la entropía como derroche de estupidez, al ruido, a la fealdad y el desasosiego; un mundo que evoluciona hacia una mayor complejidad sólo en lo referente a la tecnología, pero que en lo que concierne a lo individual, a lo personal e íntimo, padece de una progresiva caída indetenible en la insignificancia, una inflexible involución, una progresiva atrofia, un acelerado aterrizaje en el encefalograma plano. Un mundo que envuelve a sus habitantes en la intrascendencia de sus vidas al tiempo que se aleja de la belleza con indiferencia y desprecio.
El volumen, No le busques cinco pies a un verso. Ni un blues más, editado en Vitruvio, como todo rostro dotado de complejidad, posee dos caras. Luz y sombra. Sorprende, de entrada, la bipolaridad de su lectura. Como si hubiera dos autores con el mismo nombre, pero con intenciones dispares. El primer libro fluye como un río laberíntico que se retuerce por una gran urbe lamiendo los umbrales de todas las formas de comunicación social, un río que en teoría comunica a todos con fórmulas inocuas de lenguaje para dotarlos de información desactivada, profundidad de trampantojo y cultura de cibernada hecha de agua fácil que busca su llanura: río donde José Ángel opera una transformación tan irónica como sutil para mostrarnos su barroquismo hueco y resonante, así como la falsa riqueza de su despilfarro. El segundo, en cambio, es un río fresco y libre de muchedumbres, que se despereza en la intimidad de cumbres nevadas o verdores tropicales donde pájaros rojos pintarrajean los ramajes, para acabar arrojándose al gozo del vuelo en cataratas límpidas como sueños donde no sería raro encontrarse con Adán y Eva e invitarlos a unas cañas.
Venía a decir Proust que la comunicación social es una pérdida de tiempo, ya que, para facilitar la pertenencia al grupo, sólo se habla de lo que todos saben, mientras se beben copas y uno se vuelve de madrugada a casa y tarda en encontrarla más de la cuenta. Y Borges, en una de sus conferencias dictadas en una famosa universidad, aseguraba que, en poesía, los temas se reducen a seis o siete, pero que infinitas son las formas de decirlos. Y lo que decía Borges es lo que les dice en verso José Ángel a los tataranietos de aquellos que frecuentaban los salones cuando Proust. Y este es, a mi modo de ver, el fundamento ético que sostiene los sorprendentes poemas del primer volumen, titulado No le busques cinco pies a un verso.
Asistimos aquí a una intervención quirúrgica tan especial como ingeniosa. De un lado tenemos, debidamente anestesiados, a los enfermos, que no son otros que las carcasas de lenguaje que adoptan dispares formas que van desde la crónica social periodística al manual de instrucciones de un electrodoméstico, pasando por el parte médico o el meteorológico, la instancia o el escrito oficial, o las noticias de sociedad que adulan la frivolidad más ridícula y que albergan un irónico eco, en el paródico estilo de José Ángel, del viejo romance de ciego.
Uno tras otro van pasando por el quirófano estos continentes de logorrea social, responsables de la banalización y el desteñimiento de los profundos requerimientos del espíritu que no son otros que aquellos seis o siete de que hablaba Borges, evitando con lo refractario del lenguaje envolvente su asistencia a la fiesta social y que se muestren en su desnudez, en su peligro vital, con su grito en petición de atención al hombre verdadero que vive en lo recóndito y profundo, y en ellos opera José Ángel una modificación tan irónica como inteligente y, sobre todo, eficaz, valiéndose de un caballo de Troya: el vaciamiento o evisceración de cada uno de ellos y el trasplante o cambiazo de los mismos por contenidos importantes, poéticos, vitales, capaces de generar lo que los otros detestan: la higiénica y tan necesaria armonía entre lo personal y lo social, entre lo bello y lo humano, entre poesía y verdadero hombre.
El efecto no se hace esperar, crece con cada poema leído: en la vaciedad social tan deseada por los albañiles del sistema se abre paso el auténtico hombre, aquí representado por el poeta, recitando, o haciendo magia. El manierismo de periódico da paso al contenido hace tanto tiempo deportado, que, adoptando la torpeza del diseño de la carcasa, muestra lo que el bicho era: una estratagema que volvía paralítica la belleza y le robaba la agilidad con tan adulterado lenguaje, la emoción de existir como ser original. Digamos que, mostrando lo que las características del continente le roban, se hace evidente la riqueza y la profundidad de lo robado. Y se ve, vestida con modestia, tímida y sonriendo, aparecer a la belleza en el vestíbulo.
Todo cambia en el segundo libro, que lleva por título Ni un blues más. Aquí todo se vuelve libre, veraz, íntimo. El poeta habla a su amada con diversas emociones, describe con metáforas el decurso de su vida, o reflexiona acerca de los misterios del poema, o piensa con nostalgia en el tiempo que transporta los recuerdos y los deseos futuros mientras huye de nuestra felicidad. El agua canta como un pájaro, el pájaro se abrasa en el sol. El poeta escribe versos como estos: «de consuno con la / mirada / sueña la memoria el mundo»; «el tiempo es / esta tarde / un cazador / que ha caído / en / su / propia trampa»; o los impresionantes: «todo es siempre / para / siempre»; «allá donde la palabra es / silencio / reside / la elocuencia»; «no expliques lo que está / descubre / lo que falta»; o este otro entre sombras: «nada como una máscara para / traicionar / la intimidad»; o mi preferido: «nadie sabe qué noche / oculta el gato en su huida».
A diferencia de las espirales vagabundas del primer libro, este otro es directo, veloz, certero al dar en la diana. Emoción veloz y nítida. Decir sólo lo que se escapa del silencio. Agua que, a diferencia del primer libro, donde buscaba el reposo de la planicie por imposiciones geológicas, se precipita aquí con la emoción de la libertad por cascadas delgadas, bellas, gozosas, uniendo cielo y tierra.
No sabría yo decir qué libro me gusta más. Es, para mí, este volumen, No le busques cinco pies a un verso. Ni un blues más, un único alegato desde dos ángulos muy diferentes. Se trata de la ética y la belleza dándose la mano: el primer volumen muestra prisionera a la poesía, el segundo nace de la plena libertad. Cárcel y paraíso. Dos aspectos que, lejos de disentir, se refuerzan: lo público contra lo privado enfrentados en el lenguaje, pero unidos en defensa y a la gloria del hombre y de sus complejísimos contenidos, cosa que sin duda preocupa, y mucho, a José Ángel García. Un volumen cuyas dos caras no nos muestran a un individuo escindido, sino a otro más sólido, más fuerte y armonioso, de pie en la profundidad de espíritu de quien es todo un poeta. Léanlo y luego me dicen.
NO LE BUSQUES CINCO PIES A UN VERSO / NI UN BLUES MÁS
En la reseña que muy acertadamente publicó en FB Rafa Escobar sobre “No le busques cinco pies a un verso”, última entrega poética de José Ángel García (junto a “Ni un blues más”), se señalan las bondades de estos textos y no seré yo quien incida en lo que ya está dicho y que firmo y corroboro, si no como autor, sí como seguidor fiel y amigo. Este libro de poemas, no es un libro: son dos. Dos caras yo diría que antagónicas de una misma moneda. A la exuberancia retórica, a la gramática alambicada de “No le busques…”, le sigue la sencillez (que no simplicidad), la claridad y la rotundidad cercana al hayku o al aforismo de “Ni un blues más”. ¿Con qué José Ángel quedarse? ¿Cuál, que siendo el mismo, es diferente, nos atrae más o nos agarra, no sabemos si como bipolar, esquizoide o (más probablemente), heterónimo no confesado? A los bloques contundentes de irónica expresión, no exenta (claro) de amargura; al tono quasi coloquial, cuando no burocrático, se enfrenta otra poesía leve, que señala con el dedo con la esperanza (a la inteligencia del lector se apela) de que no nos quedemos mirando el dedo. Si tengo que elegir, me quedo con “Ni un blues más”, porque veo el aire penetrando entre los versos, en una disposición espacial que forma jaulas leves en la que se encierran susurros. Y uno es de silencios y levedades ¡qué le vamos a hacer! Pero me da envidia (entiéndase) el discurso de “No le busques…”, pues paréceme que allí José Ángel ha sido más libre, no sé… ha hecho lo que le ha dado la gana, en una construcción tan aparentemente maciza, pero con tan mala leche. Libertad y poesía… Claro. Y no dejar de ser quien se es, porque (lo sabes, J.A.García) somos nosotros y el contrario que nos habita y está ahí, jodiendo por salir. Y pobre de quien no lo deje salir. ¡Ah!, se me olvidaba: y la necesidad de escribir, de vez en cuando, sobre el amor, por el amor, desde el amor. Aunque nos cueste confesarlo.
NO LE BUSQUES CINCO PIES A UN VERSO / NI UN BLUES MÁS
Entre todos los poetas conquenses (oriundos o de voluntaria adscripción, como el caso que nos ocupa) vivos y en activo es quizá José Ángel García García el más versátil, el que tiene dentro un coro pessoano más abigarrado y diverso, multitud de otredades a las que unas veces calla y otras da voz guiado, quizá, por todo eso que en poesía tiene más que ver con la fatalidad que con la libre elección voluntaria. “No le busques cinco pies a un verso/Ni un blues más” (Vitruvio, 2020) es un libro doble que también alcanza un doble valor: síntesis de líneas temáticas y estilísticas ya presentes en capítulos previos de su obra y quizá también el instante en que aparecen de manera más afinada y redonda. Como uno de esos extraños y valiosos poemarios, que son a la vez antología y culminación de un autor.
“No busques cinco pies a un verso” es tal vez el libro más desconcertante de José Ángel. Y también oposita de manera firme a ser el más original y divertido. Lo cual requiere evitar la tentación de considerarlo un ejercicio “lúdico” de ingenio: el lector avezado sabrá intuir entre los hilos de la parodia cuánto tiene de reflexión honda sobre temas tan perturbadores como lo problemático de la identidad, la comunicación afectiva o esa pulsión instintiva pero no por ello menos tirana de la propia vida que es la escritura.
Son muchos los recursos que utiliza el poeta para crear esa continua sensación de “descolocamiento”, de ruptura continua de las expectativas lectoras que lo convierten en un discurso reticente a clasificaciones convencionales: distancia irónica o de fría objetividad descriptiva para tratar realidades melancólicas e inquietantes (“No fue gran cosa”), planteamiento de situaciones surreales, de un corte onírico kafkiano (“Durmiendo en el envés del mundo”), reelaboración de tópicos y frases hechas, sensación de absurdo a partir del planteamiento de obviedades tras la que se adivina el acecho de algo perturbador (“La cita es a las diez, eso está claro”), omisiones de información que se convierten en grietas en las que se cuela el sinsentido (“De lo más natural”) y, con un objetivo similar, vacilaciones voluntarias sobre su propio discurso poético, uso de un léxico deliberadamente retórico, ceremonioso, que apunta a la parodia de una escritura burocrática o institucionalizada (“Tomó la decisión equivocada”) o de la deshumanización fría de lo científico y lo tecnológico (“El caso es que está muerto), lleno de contrastes sugestivos como el canto a la afectividad entre lo aséptico o anodino de un texto expositivo de tipo instruccional (“Normativa (resumida) del concurso).
Logros plenos de la fabulación más irreverente son el uso de la retórica electoralista para afrontar temas del calado de la definición del propio yo y el antagonismo entre lo intuitivo y lo cerebral (“A la hora del cierre de los sueños”), unas insólitas nupcias entre el sueño idealista y la resignación (“No cabía ni un alfiler”) o un no menos heterodoxo anuncio de prensa en que la emoción se convierte en insólita mercancía (“Alquílase sentimiento”). La reflexión sobre la escritura, presente en pinceladas y destellos en buena parte de los textos previos, se hace explícita en el magnífico “Consejos de hoy”, a modo de aviso para caminantes a los que violan la hermosa literalidad del verso en busca de interpretaciones extravagantes que lo malogran.
“Ni un blues más” nos trae a la memoria “Plan de vuelo” y otros momentos de la obra de García marcados por el pulso de la precisión y la esencialidad, que reduce los textos a un formato minimalista, pero coincidente con el anterior en la multiplicidad de orientaciones temáticas y estilísticas que es capaz de integrar. El inicial “Catedral de silencios” muestra un singular contraste entre el barroquismo léxico y las imágenes que crean un clima de ensoñación que parece difuminar la intersección entre lo real y lo imaginado. A partir de ahí se suceden los poemas a modo de aforismo o sentencia que hibridan lo metafísico, lo existencial, lo moral o lo metaliterario a menudo con una eficacia auténticamente lapidaria (el feroz/mezquino/cruel/machaqueo/de/la rutina/lapida,/implacable,/el día a día intentando/impedir/la/aparición/de/la sorpresa), aquellos que fían (con éxito) su expresividad al logro de un imagen de alto poder sugestivo (Incómoda orografía/la/de/tu cuerpo arisco (…) en el vórtice del miedo/excava/su cubil/la histeria/(bajo algunas risas se adivina el)cortante filo de la/angustia), los que adquieren la forma de una conminación al lector a la manera de algunos de los textos “puros” de Juan Ramón (No expliques lo que está/descubre/lo que falta/(y nunca des demasiadas pistas) o al ser amado en un tono híbrido entre la apelación y la confidencia en textos que alcanzan hondura no solo en la emotividad sino en el pensamiento, afrontando el amor a lo Salinas como una aventura en que es tan pertinente lo intelectual como lo visceral (más allá de la implacable/despiadada/puñalada de tu/rabia/déjame que te diga/lo que/el amor/no es/(no tienes,/la verdad/que creerme)) o refutación de tópicos literarios (el propio “ni un blues más”, relativización de las posibilidades expresivas de la tristeza que a menudo se acepta como si fueran un dogma) a modo de reprimenda hecha con sorna de una estimulante desmitificación (nada de beatus ille, Fray Luis/pero que/nada,/nada/de nada).
Un poemario (o dos) estupendo/s, en la punta de la jerarquía o la parte más noble de una trayectoria extensa y compleja y que aún no ha perdido su inquietud por crecer y encontrar ángulos nuevos desde los que socavar sus principios que, pasada esta situación que también es aberrante para la poesía en cuanto es parte (¿a su pesar? de la vida, merecerá presentación y la pertinencia de las felicitaciones y los abrazos.
FACEBOOK SÁBADO 22 DE AGOSTO DE 2020
NADIE SABE QUÉ ROMA TE ATRAPARÁ
Hay ciudades eminentemente poéticas como Venecia, París, Lisboa o Praga (Nueva York, en otro registro); ciudades que al pasar al verso se despliegan en símbolo, y que incluso generan su propio – ismo, como el “venecianismo”, efímera hiperbolización del culturalismo de los años 70. En todos estos casos, la literaturización de lo urbano es hallazgo reciente de la poética, pero Roma es la excepción: la Roma literaria viene de antiguo, no es invención de viajeros románticos, decadentes centroeuropeos o novísimos poetas. La prosapia poética de Roma es ancestral, eterna casi, como su propio lema indica. Y ha sido siempre, además, una ciudad plural, extremo que José Ángel García capta perfectamente en su título, donde resuena la pregunta inaugural de du Bellay sobre las Romas que el caminante busca sin encontrarlas, y que tradujo y adaptó nuestro genial Quevedo: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas”. Y el “atrapar” que ahí aparece puede tener un sentido positivo (erótico) como en las elegías de Goethe, encandilado por la muchachita romana que lo hizo neoclásico, o ser el riesgo ambivalente de la albertiana Roma, peligro para caminantes. Pero la Roma de José Ángel García da para mucho más, pues el título que acabo de glosar, aún siendo tan preciso, es enormemente engañoso al mismo tiempo, pues el poemario no trata exactamente de Roma. Haciendo bueno el viejo adagio de que todos los caminos conducen a Roma, en el libro todos los itinerarios conducen finalmente al poema que lo cierra, y que es de los pocos que tienen a la Ciudad Eterna como escenario. Utilizo el término “itinerarios” como nombre común, pero también como el nombre propio del libro de José Ángel García de 2008 con el que este hace pareja. Ambos versan sobre el viaje poético o la poética del viaje, o del viaje como pretexto para la poesía, o de la vida como pretexto para el viaje y la poesía, que de todo hay en ambos poemarios. Aquí encontramos parajes lejanos como Cachemira, pero también la contemplación de lo que tenemos a mano como la hoz de Cuenca. Porque la distancia no viene marcada por el espacio sino por la memoria, de manera que el libro es un viaje en el tiempo más que en el espacio, un deambular de la memoria que se torna trascendente en el sentido de que busca dar sentido a las vivencias concretas desde la distancia que dispone la palabra. Creo que, en realidad, esta dinámica recorre por entero la obra de José Ángel García, y que aquí se hace notar más. La idea de trascendencia, la intuición de que hay algo que supera al sujeto y le otorga sentido desde fuera la tenemos ya en el título, al que vuelvo. Hay dos alternativas lógicas para él: “Nadie sabe qué Roma le atrapará”, o “No sabes qué Roma te atrapará”, pero el hecho de mezclar ambas posibilidades en una sola solución sintáctica híbrida supone una percepción exterior al sujeto, como si alguien lo estuviera viendo o sabiendo desde fuera. Esta sensación está presente en cada uno de los poemas del libro. Las impresiones que se recogen, aunque en ocasiones muy detalladas, remiten siempre a un más allá del sentido. Por ejemplo, en el poema inicial la visión de unos patos en el río otoñal señala la ausencia de la amada, o la epifanía recibida en “Lago Dal” (17-18), poemas que podríamos considerar como haikus extendidos, por su poder de sugerencia. También la vivencia histórica se encuentra trascendida en “Cine de barrio” (15) y solo cobra su entera dimensión desde el ahora de la evocación. En definitiva, se trata de fijar un tiempo que fluye: “Fue allá, en Cachemira, / en aquellos tiernos años / en los que el tiempo / buscaba hacerse nido / persiguiendo en / lo fugaz / lo eterno” (16). La metáfora que guía toda esta primera parte y que le da título: “pez en fuga”, se despliega en los versos en figuras de animales que huyen, vuelan o resbalan. La animalización de la vivencia nos habla no solo de la nostalgia de un mundo personal perdido sino también de una añoranza mucho más radical por lo adánico y primigenio. Sobre la segunda parte (“Estación en curva”) planea otra metáfora de signo contrario, la del viaje urbano, que arranca con un poema-aviso, una advertencia que contrasta con la inocencia de la parte anterior. Parafraseando a Blake, hemos pasado de los cantos de inocencia a los cantos de experiencia. En esta parte, lo elegiaco se tinta de dolor y desencuentro (“Sotto la pioggia”), porque al ansia de comunión la ha sustituido la conciencia de la distancia y de la imposibilidad de un rescate, aunque sea solo simbólico, como indica el resignado “Es un hecho”, o la afirmación del desencanto con que se cierra esta sección: “Nunca dejes de creer, pero / tampoco, / creas nunca / demasiado” (30). La última parte, que da título al libro, es la más explícitamente viajera y recupera el espíritu de comunión cósmica que regía la primera, haciendo hincapié en lo inefable y lo incognoscible de esa experiencia de lo trascendente que no obstante intuimos con toda su fuerza: “Imposible de descifrar, / tiende tu mirada puentes de misterio y sueño / entre la nada y el todo” (34). Los referentes han pasado de ser animales a ser matéricos: la arena del desierto, las rocas de la hoz de Cuenca, el agua del Generalife o de Venecia. El descenso a la materia, la forma radical y pétrea del existir, se ve velada por una niebla atmosférica o espiritual, como la del ensueño que apunta hacia el lugar del verso. El espacio entrevisto del poema (por entre el agua, los reflejos o en la abstracción del atardecer) es fruto del juego de la palabra poética que a la vez vela y desvela, o vela para desvelar. A la roca viva del ser, la arquitectura fundante del existir solo se accede a través de la bruma verbal, que da más claridad a lo que adivinamos. Por eso cuando el libro se cierra con la expresión “nadie sabe” que había servido de inicio en el título hemos cerrado un ciclo, en que lo negativo juega a afirmarse, pues el poema reitera tres veces “nadie sabe” como un sortilegio, como si el poeta eligiera la exacta fórmula que conjura la nostálgica presencia de quien sí sabe o debe saber y está detrás de las palabras y la realidad en su presencia absoluta, de ese imposible yo que, como Ulises, puede decir “nadie” y así salvarse.
(sábado, 13 de mayo de 2017)
NADIE SABE QUÉ ROMA TE ATRAPARÁ
Cada nuevo libro de José Ángel García es un regalo para los sentidos, puesto que sus versos se dirigen, de manera irresistible hacia aquellos puntos más recónditos donde el lector alberga los sentimientos que pueden resultar conmovidos por el devenir cadencioso de unas palabras que se imaginan buscadas tenazmente, engarzadas de manera premiosa, procurando que cada una de ellas transmita de manera voluptuosa el ánimo del poeta al afrontar la escritura que nunca es fútil, nunca resulta innecesaria o banal, sino que ofrece un espléndido entramado emocional en lo que viene a ser una suerte originalísima de viaje a través del tiempo y el espacio. Porque aunque el destino final sea la Roma que figura en el título, en realidad este rosario poético nos traslada a través de diversos lugares, unos mencionados de manera explícita -la calle Narváez, el parque del Retiro, Cachemira, París, la Postdammer Platz- , otros solo insinuados o ni siquiera eso, porque el poema recoge solo un latido, una impresión momentánea, algo captado en un momento quizá fugaz pero con la perennidad suficiente para quedar recogido en unas palabras que, en su brevedad, transmiten más sensaciones que un capítulo completo de un libro de viajes.
Pero como puede resultar evidente, la intención del escritor no es ofrecer, aún en verso, un relato estrictamente viajero, sino utilizando como pretexto esas leves referencias geográficas o urbanísticas, penetrar en el trasunto más íntimo del alma humana, a la búsqueda de esas emociones que pudieron, efectivamente, ser vividas en aquellos lugares concretos pero que igualmente hubieran tenido cabida en cualquier otro escenario. De esa manera, el libro deviene en un apasionado interludio por donde transitan los temblores y las palpitaciones de alguien que es profundamente emotivo, capaz de reaccionar con sinceridad a estímulos de unos recuerdos que fueron forjando al cabo un itinerario absolutamente personal y a cuyo amparo van tomando forma los elementos vitales que estructuran el pensamiento del poeta.
Negro nos mostró su lomo el río en tanto que el tiempo,
pez en fuga,
se nos iba escurriendo entre los dedos,
inatrapable,
viva imagen del también ser mercurial
que todo amor
es.
El amor es, justamente, el hilo conductor del libro; un amor que oscila impetuoso desde momentos de intensidad lírica inmaterial hasta versos que rozan la expresión erótica, aunque sin penetrar abiertamente en ella, dejándola como insinuada, como igualmente se deslizan momentos de cierto pesimismo alimentados por el sentimiento del tiempo ido, cuya fugacidad siempre forma parte de los más amargos momentos de tantas expresiones literarias –“estación en curva es la vida” y en ese giro, dice José Ángel García, habrá que tener mucho cuidado para no introducir el pie de cada día en un obstáculo inadecuado-, de la misma manera que los versos se dejan llevar al socaire del leve temblor de unas briznas de aire tornadizo que no permiten la fijación de ideas inalterables.
La lectura del libro produce un sosegado placer al compás de la sucesión de palabras que no surgen con la tosquedad del escritor espontáneo sino desde la cuidada elaboración, en forma de sistemático y concienzudo trabajo, en busca de la más oportuna para cada verso concreto. Hay en este puntilloso manejo del idioma, a través de vocablos cargados de vértigo expresivo, un valor en alza, que el escritor viene cultivando desde sus primeros trabajos pero que en este caso alcanza un nivel ciertamente admirable. Son versos que nos acompañan sutilmente, página a página, abriendo en cada una de ellas una perspectiva nueva con la que llegamos de manera sosegada para encontrar el estallido final, allí donde, por fin, aparece la Roma insinuada desde el título y que viene a ser un nuevo juego de incitaciones, el último de todos:
Nadie sabe qué Roma te atrapará mañana ni
qué mano
estrechará la tuya.
No; nadie lo sabe.
Nadie sabe.
Que viene a ser, en su extrema y sintética brevedad, una declaración abierta de la expresa voluntad del escritor a la búsqueda del término justo y la emoción conmovedora que late en el alma humana.
OLCADES EL PORTAL DE LAS LETRAS DE CUENCA (10-10-2017)
¡SÍGUEME!